Se trata del bandolero más célebre del siglo XVIII. Nació el 20 de agosto de 1757 en la localidad sevillana de Utrera y murió en la horca en 1781. Fue protagonista de numerosos romances que lo convirtieron en un héroe popular. Se dice que nunca llegó a matar a nadie y que se caracterizó por ser salteador de caminos, cuatrero, amante de doncellas y generoso con los más desfavorecidos. Sus historias cautivaron al pueblo llano.
Era jornalero del campo y, por injusticias sufridas, comenzó sus correrías allá por el año 1778, siendo su zona de actividad las provincias de Sevilla y Badajoz. Se dice que en el camino Real de Sevilla a Madrid asaltó más de mil diligencias.
La clave de su éxito se basó en su habilidad para burlar a sus perseguidores. Primero se ganaba la simpatía de aquellos que vivían en los cortijos situados en las zonas en las que tenía previsto actuar. Así, Diego se aseguraba siempre la ruta de huida con caballos frescos cada vez que era perseguido repartiendo parte de sus ganancias entre los más desfavorecidos y resolviéndoles algunos asuntos personales de injusticia frente a los más poderosos.
Su popularidad entre la población cada vez era mayor y el rey Carlos III nombró como juez especial para la represión del bandolerismo al famoso don Francisco de Bruna y Ahumada, quien a partir de 1780 pone todos los medios disponibles para la captura del bandolero.
Cierto día , en un lugar llamado La Torre, cerca de Utrera, Diego sorprendió a Don Francisco de Bruna paseando en su carruaje junto a otros personajes y mandó que bajasen:
-Señor alcalde del crimen, me he enterado de que usía presume de que será capaz de capturarme.
-Sí, y de ahorcarte cuando te capture.
-Entonces tendré que perdonarle la vida para que pueda cumplir su promesa.
Ordenó que todos subiesen al carro, y sin bajar del caballo colocó su bota izquierda en la ventanilla para que Don Francisco se la abrochase.
Desde entonces se entabló una lucha terrible entre el juez y el bandolero. Don Francisco mandaba todos los días escuadrones de soldados a la sierra para que acabasen con los bandoleros, pero no podían capturar a Diego.
La rabia y el odio obligaron a Don Francisco a publicar un pregón en el que prometía cien piezas de oro a quien entregase a Diego vivo o muerto y se distribuyó impreso por todos los pueblos de Andalucía.
Una noche llamaron a la puerta de la casa de Don Francisco, a quien asistía una vieja criada:
-Dígale al juez que traigo noticias del paradero del bandido Diego Corrientes.
-El juez ya está dormido, pero se lo comunicaré.
Rápidamente se levantó el juez y ordenó a la vieja que hiciese pasar al visitante.
Entró el hombre que venía envuelto en una capa. Cuando estuvo a solas delante de Don Francisco, se soltó la capa y abriéndola dejó ver un trabuco que apuntaba directamente a la cabeza del juez, quien enseguida reconoció a Diego.
-Volvemos a encontrarnos, señor. Me he enterado en Utrera que usía ha echado un bando prometiendo cien piezas de oro a quien presente a Diego Corrientes, vivo o muerto. Y como me hace falta el dinero para pagar a mi cuadrilla, pues he venido a presentar a Diego Corrientes vivo. Entrégueme las cien monedas del premio prometido.
Y ante el razonamiento del trabuco, el juez le entregó las cien monedas.
-Si usted es capaz de amarrarme, ya me tiene preso. Pero no se acerque mucho no se vaya a disparar el trabuco de matar lobos.
Como Don Francisco no se atrevía a acercarse, Diego concluyó:
-Está visto que usía no quiere detenerme, así que entiendo que me deja libre.
Y riendo la burla escapó Diego a toda velocidad, llevándose las cien monedas y cuando don Francisco pudo salir a la calle pidiendo auxilio, Diego ya estaba muy lejos, habiendo conseguido abrir las puertas de las murallas de la ciudad , pues sus hombres habían dominado a los guardas que las custodiaban.
Con el tiempo toda su partida de bandoleros va siendo apresada y ejecutados en Sevilla. Diego huye a Portugal, y hasta allí le persigue el gobernador de Sevilla al frente de 20 alguaciles y una compañía de infantería portuguesa al mando del capitán Arias. Tras una larga y valiente resistencia y por la falta de munición, es apresado y trasladado a Sevilla, donde es juzgado y condenado a ser arrastrado hasta el patíbulo donde sería ahorcado.
Fue ajusticiado en la Plaza de San Francisco (Sevilla) y su cadáver se descuartizó según costumbre, enviando a cada una de las provincias de Jaén, Córdoba y Huelva, donde había hecho sus principales fechorías. Su cabeza se puso en la Puerta de Osario (Sevilla), de donde a los pocos días fue llevada para que la enterraran en la bóveda de la Iglesia de San Roque.
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